Cuando era pequeño mi padre me comentaba que en su pueblo, los “señoritos” obligaban a sus jornaleros a ir a misa los domingos. Quien no lo hacía se exponía a castigos, reprimendas, pérdida del trabajo y, lo que era peor, aparecer como poco afecto al régimen en aquellos oscuros tiempos del franquismo más feroz.
Para cerciorarse, los terratenientes no dudaban a preguntar al azar entre sus trabajadores sobre el color de la túnica que exhibió el cura en la última misa o de qué iba el sermón. Quien no atinaba con las respuestas era víctima de un exhaustivo seguimiento.
Recuerdo que cuando escuchaba estas historias mi mente se llenaba de imágenes borrosas de una España rancia y oscura, de una Andalucía atrasada en la que aún pervivían servilismos medievales. Mil veces agradecí en silencio mis padres que hubieran emigrado a Barcelona. Por ellos y por mí.
Ahora, muerto el dictador y tras casi treinta años de experiencia democrática, la transformación de este país es evidente a todas luces. Sin embargo, hay cosas que parece que no cambian, o que afloran de nuevo.
Y es que si aquellos antiguos terratenientes consideraban que España era su cortijo por gracia de Dios y de Franco, estos nuevos señoritos actúan igual amparándose no ya en su alcurnia, sino en el poder que les otorgan sus impresionantes fortunas.
Y los nuevos jornaleros, los más necesitados, entre los que imagino muchos inmigrantes, a tragar y a salir a la calle a defender los intereses de su cacique.
La única nación desarrollada en la que aún se toleran estas prácticas es el Sur de Italia y cada vez nos parecemos más a ellos. En el país de la bota, la corrupción generalizada ha acabado imbricándose en todas sus instituciones como un cáncer.
Aquí solo es cuestión de tiempo.