En 1502 el soldado Francisco Pizarro llegaba a América para defender las posesiones españolas en Tierra Firme. En el nuevo continente Pizarro se fogueó participando en diversas expediciones militares por aquellas colonias, en las que tanto combatió contra los indígenas como contra sus propios paisanos, envueltos en permanentes luchas de poder. Pero su gran oportunidad le llegó al asociarse a otros indianos para conquistar el Perú, actividad que, a la postre, le reportaría grandes beneficios económicos para su propia faltriquera y un marquesado por obra y gracia de Carlos V.
Cinco siglos más tarde España ya no tiene casi colonias, aunque sí periferias, y los negociados estatales más básicos -estratégicos se dice ahora- se privatizaron para beneficio de unos pocos cortesanos allegados al Poder. Un escenario en el que este nuevo Pizarro, de nombre Manuel, ha sabido servir a sus amos con la misma contundencia con que lo hizo su ilustre antepasado: combatiendo a esos indígenas que, desde las lindes más alejadas del reino, pretendían arrebatar a España una de las joyas de la corona y, de paso, enriqueciéndose más allá de lo imaginable a costa de una empresa que un día fue de todos.
Ahora tanto esfuerzo tiene recompensa personal. El héroe que libró a ENDESA de los catalanes, el mismo que despues nos castigó sin luz, entra de lleno en la arena política de la mano de un PP a quien, a estas alturas de la película, le importa una higa el efecto que puedan tener sus decisiones en Catalunya.
A Francisco Pizarro no lo mataron los indios. Lo asesinaron los suyos y en su propia casa. Poder, poder y poder. Claro que este nuevo Pizarro, de quien dicen que viene avalado -¿impuesto?- por su amigo José María Aznar, quizá sea menos cándido que el conquistador de Trujillo. Yo de Rajoy no me fiaría demasiado.
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