Buena fe de ello podrían dar -si fuera posible- los pobres desgraciados a los que el emperador Vitelio hizo ajusticiar por criticar a los azules. Y es que la pasión por las carreras de cuádrigas -cuyos equipos lucían como emblema el color verde, azul, rojo o blanco- era tal que muchos ciudadanos exhibían mosaicos en sus viviendas al estilo de “aquí vive Fulano, de los verdes” o “viva los azules”, mientras los más hooligans aun descansan en sus tumbas con epitafios como “Aquí yace Mengano, seguidor de los blancos”.
Un fanatismo que se dirimía en estadios como el circo Máximo, donde 225.000 hinchas se apretujaban, maldecían al rival, se desmayaban o se arruinaban -las apuestas estaban abiertas incluso para los esclavos- ante las evoluciones de coches y cocheros, tratados como verdaderos ídolos de masas.
Una rivalidad que llegaría incluso a enturbiar la vida pública en Bizancio, al transformarse verdes y azules -los equipos más poderosos- en verdaderas formaciones políticas capaces de aliarse para combatir al emperador o de matarse entre sí.
A nadie extrañe pues, el enconado pique entre Barça y Real Madrid. Somos hijos de esa tradición. Ni considere malsano, el enfrentamiento, siempre que discurra por canales pacíficos y no vaya más allá de la dialéctica. Es más, puede ser estimulante.
En este país el pan lo tenemos más o menos asegurado, pero aun necesitamos circo.
Para practicar con el ejemplo, El Siglo de las Luces les invita a mojarse en la clásica porra. Algún detalle, siquiera simbólico, habrá para el ganador. Comienzo yo
F.C. Barcelona 8 - Real Madrid 1
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