En la decisión de adoptar, sobre todo si la pareja no puede tener hijos biológicos, por encima de sentimientos humanitarios lo que prima es el deseo íntimo de paternidad. Un anhelo que para muchas familias llega a ser obsesivo. Tanto que algunas personas, en su afán por ser padres a toda costa, saltan sin rubor la frontera de la legalidad y de la más mínima ética para conseguir su propósito.
El caso de El Chad no es nuevo. Secuestrar a niños para su posterior adopción es una práctica que ya se ejercitó en Chile, en Argentina y por supuesto en la España de la postguerra, donde muchos bebés fueron arrancados de brazos de sus padres -a quienes solían asesinar más tarde- para acomodarlos en respetables familias del nuevo régimen.
No les comentaré qué habría que hacer con organizaciones como “El Arca de Zoé”. Se lo pueden imaginar. Hoy, desde mi condición de padre adoptivo, quiero dirigirme a aquellas familias que pudieran plantear una adopción ilegal, alegal o irregular.
Por mucho que intenten convencerse de que el fin justifica los medios se equivocan de parte a parte. El amor inmenso que se tiene por un hijo desborda la relación paterno filial. Se le quiere como hijo y como persona. Y se le respeta. Tanto que cualquier padre se sentiría sucio, terriblemente sucio, si supiera que está hurtando a su hijo la realidad de su propio origen. Y vivirá atenazado por el temor y la vergüenza de imaginar que un día el pequeño llegue a saber que su felicidad, su propia vida, fue comprada a base de provocar el dolor a sus padres y hermanos naturales.
Yo, particularmente, no podría vivir bajo esa losa. Y dudo que cualquier persona decente, por amor a su hijo, la logre sobrellevar.
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