Cada vez se fabrican coches más rápidos. Hace 10 años la potencia media de una berlina diésel era de unos 80 o 90 CV. Ahora pasa de los 130, lo que permite a cualquier coche de medio pelo alcanzar velocidades de vértigo. En consecuencia, la propia máquina anima a circular a más velocidad por unas carreteras que, en muchos casos, no están diseñadas para ello. Y no conozco a nadie que niegue “controlar” su vehículo.
En todos los elementos que confluyen en un accidente -alcoholismo, distracciones, conducción temeraria, mal estado de la vía...- la velocidad juega un papel esencial. Sin embargo, mientras al conductor se le conciencia y se le coacciona para que no corra, nada se hace para limitar las prestaciones de los automóviles,
¿No sería más fácil reducir la velocidad de los vehículos?
Fácil sí, pero de utópica realización. Y es que tal medida chocaría de frente contra los intereses de la poderosa industria automovilística. ¿Compraría usted un Golf de 250 CV a 35.000 euros sabiendo que corre lo mismo que otro Golf de 100 CV y 20.000?
Quien paga manda y aquí, como en todos lados, mandan las multinacionales, así que nadie les meterá mano. Las administraciones preferirán decir que la culpa es de los conductores, mientras incentivan el uso de motos sin preparación específica o la conducción a los 17 años, para alegría de la industria. Y ésta seguirá ofreciéndonos atractivas máquinas de matar como si fueran oscuros objetos del deseo.
Un fariseísmo que me recuerda mucho al de la venta de armas de fuego en EE.UU.