El hincha de un club de fútbol y el de un partido político tienen mucho en común: pasión ciega por unos colores, consideración del rival como el enemigo a derrotar y una necesidad visceral de vencer a toda costa, sin reparar en los medios para conseguirlo.
Tanto “amor” es problemático para las instituciones que los acogen. Son sus seguidores más fieles pero su radicalidad es fuente de graves perjuicios. La gran pregunta es: ¿Se puede controlar a estos exaltados?
En Inglaterra lo han hecho con los hoolligans. Laporta inició una cruzada contra los boixos nois que está dando sus frutos. En el plano político, ERC no ha dudado en dar el cerrojazo al blog independentista Busot en aras a la gobernabilidad del tripartito.
El PP, de cara a la manifestación del sábado, parece jugar con dos barajas. Aunque dice estar preocupado por la presencia de la ultraderecha, no cesa de nutrir los sentimientos más primarios de esos colectivos. Sus dirigentes no sienten ningún pudor en hablar de unión de intereses entre gobierno y terroristas y de pactos con separatistas, animando incluso a derribar al gobierno.
Cuando se “calienta” a los ultras el desastre está asegurado. Ya ha ocurrido en el fútbol. Y En esta concepción perversa de la política, que trata de sustituir el raciocinio por el integrismo ciego a unos colores, solo es cuestión de tiempo.
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