Antes los niños nos pegábamos. En el colegio y fuera de las aulas. En rencillas individuales o colectivas, uno contra todos (mierda para todos) todos contra uno (mierda para cada uno) clase contra clase o calle contra calle. No recuerdo uno solo de mis amigos de infancia con quien no me haya dado de leches alguna vez.De aquellos tiempos retengo tres imágenes.
Una de ellas me transporta a unas galerías comerciales abandonadas, que ejercían como improvisado
ring para dirimir disputas en cuanto acababan las clases. La estampa, una foto en blanco y negro con grano grueso, muestra a decenas de chavales conformando un amplio círculo en cuyo interior los contendientes luchan por defender su orgullo ante el resto de mirones.
Otra imagen me devuelve a mi Calle, esa calle primordial en la que pasé mi infancia. Un muchacho me estaba zurrando de lo lindo y mi madre, que andaba haciendo la compra, nos vio. ¡Qué hostia se llevó el pobre crío y qué vergüenza pasé yo! ¡Qué descrédito!
Por último, recuerdo a un chaval sangrando con profusión a través de una brecha abierta junto a su ojo derecho, como consecuencia del golpe infortunado que le propiné. La cara teñida de rojo y gritos de puro miedo. Horrorizado, en aquel momento supe que ya no éramos críos y que el juego de las peleas había acabado.
¿
builling? No me vengan con pamplinas. Hoy recuerdo con nostalgia aquellos años y no cambiaría nada de lo que viví, ni una sola aquellas inocentes –hoy lo sé- hostias recibidas. Solo pido disculpas por las pocas que arreé.
Pues bien, cuando leo ahora las últimas noticias sobre violencia escolar, crean que me estremezco ante el mero pensamiento de que alguien, aunque sea un mocoso de 6 años, pueda hacerle cualquier mal a mi pequeña.
Y es que el ser humano se fabrica a sí mismo en base a sus contradicciones.