Aunque cueste reconocerlo, el golf gusta a mucha más gente de la que imaginamos.
Es el deporte preferido de alcaldes, concejales de urbanismo, responsables autonómicos, constructores, promotores, intermediarios, especuladores, funcionarios sin escrúpulos, contrabandistas y en general de todo aquel que o bien debe deshacerse de un dinero fácil o bien desea embolsárselo con la misma facilidad.
También es una disciplina que entusiasma a los bancos, aunque aquí existe dura pugna entre las entidades nacionales y aquellas establecidas en Gibraltar, Suiza, Luxemburgo o las islas Caimán.
Pero, por extraño que parezca, ilusiona a aquel que con su dinero financia a toda esta panda de facinerosos, endeudándose hasta las cejas para pagar su piso o chalecito en una de esas macrourbanizaciones. ¿Su perfil? Jubilados europeos o “nuevos triunfadores” que, colgándose cuatro palos al hombro, creen haber alcanzado ya el estatus de su jefe.
Ya saben, ruido se sábanas al agitarse y cadenas arrastrándose.
En principio, que los fantasmas deseen agruparse y pasar juntitos el fin de semana no es bueno ni malo. El problema es que, para satisfacer su demanda, nos estamos cargando las pocas reservas naturales que aun nos quedan., ya sean bosques o costas.
¿Por qué diablos estos nuevos pijos no juegan a la petanca, o al mus, o a billar? Se pasa igual de bien y no se precisa tanto espacio. Incluso deportes mucho más elitistas que el golf como el polo o el cricket exigen menos terreno para su ejecución.
O el teto. De hecho, muchos ya estamos jugando, sin saberlo. Y nuestros contrincantes, promotores, políticos y bancos, no son de los que se agachan, precisamente.